Cuando entras al mundo del Shibari ocurre algo muy distinto a
cualquier disciplina que he practicado antes. Tienes el total control de tu “Yo”,
eres consciente de tu existencia y de tus límites, mientras otra persona al mismo
tiempo es igual de consciente y que se vuelve parte de tu experiencia. Juegas
con nervios, con latidos, con sangre y piel ajena, puedes ser el
destructor o el creador. Es un juego de
roles, pero no con la otra persona, sino
contigo mismo.
Se trata más que de una conexión, definitivamente
mucho más profundo la mayoría de los absurdos enamoramientos juveniles, pues
estamos hablando de un extraño tocándote y atándote, como si esa cuerda fuese
lo único que te sostiene. Es mucho más que muchas cosas que se viven como ser
humano. El budismo nos dice que somos parte del universo y que a pesar de esto
convivimos con un “Otro”, que este “Otro” es también parte de ese universo, por
lo que ambos son universo. Pero en el Shibari
estas creencias se van a la mierda y
solo a través de tu palabra le permites a alguien experimentarte, como obra de
arte, como performance.
No creo que tenga palabras o vida
suficiente para hablar de ese momento en el que las cuerdas rodean tu cuerpo y
se aferran a tu piel, te restringen y te hacen sentir tan libre. Es la dualidad
en su máxima expresión. Me veo obligada a someterme a esto una y otra vez para
recordarme a mí misma que soy parte de cuerpo y parte alma. Porque confías algo
que no estás muy seguro que te pertenezca y juegas como si fuese eterno, la
carne.
Prácticas como estas son las que me hacen
aferrarme a la idea de que el erotismo no necesariamente depende del sexo, pues
quieras o no, el humano está lleno de nervios que reaccionan ante el roce de
una mano o ante el latido de un corazón. Somos seres eróticos, estamos
destinados a buscar en nuestra sexualidad algún comportamiento que alivie
aquello que se esconde como una sensación palpitante en los lugares que no nos
atrevemos ni a nombrar.
El dolor nos da límites y nos permite
conocernos como ningún otro. Hay una mezcla que resulta tan natural como
enfermiza, en donde el ser humano se percata de que no hubiese sabido del
peligro que es correr con las tijeras en mano sin antes haber magullado su piel
con éstas y sentido aquel dolor.
-Lev
Elevada Lev, sólo tengo dos palabras para ti acerca de este texto tan tuyo:
ResponderEliminarESO MAMONA.