Titanes del Desierto
Los
cactos saben entonar una canción muy antigua. Se erigen severos sobre la tierra
árida, volcánica. Columnas facetadas de jade que componen un racimo sagrado.
Decido adentrarme en el desierto. Observo a los habitantes de este lugar con
sus largos brazos espinosos que desgarran el aire. Los miro erguidos, tan
solemnes.
Entre
tantos sobresale uno, camino entre las grandes rocas que ruedan a mi paso para
poder verlo de cerca. En efecto, es un titán del desierto. Su tronco ancho de sabiduría y
secretos, curtido por el viento áspero y el tiempo. Castillo de jade y
esmeralda. Metáfora de existencia perpetua. Ostentando sus huesos desnudos y
cantores a un lado de sus brazos nuevos que apenas nacen. Crece del centro
hacia afuera, en su núcleo guarda historia, guarda tiempo astillado. Tiempo
resquebrajado, tiempo desvestido como sus huesos que bailan y cantan discretos,
expuestos.
Sitúo
mi mano en su viejo tronco, el viento lo hace palpitar. Sus latidos se meten por
mi palma y se sincronizan con los míos. Elijo uno de sus brazos nuevos para
llevarlo conmigo. Lo palpo cuidadosa, le agradezco y procedo a cortarlo, un
corte limpio como si fuera mantequilla. Lo corto con respeto y cuidadosamente
coloco al retoño dentro de una hielera. Miro sus altivos brazos que rasguñan
las nubes. Me despido de este centenario titán sintiendo su palpitar, mientras
respiro con los ojos cerrados el aire que lo hace bailar.
Encuentro
en mi camino un garambullo, caprichosa brazería de dulzor. Algunos meses del
año, en la base de sus espinas se origina un grato fruto. Pequeñas esferas
moradas, rellenas de semillas crujientes y azucarada pulpa, son celosamente resguardadas
por sus bravas púas.
Una
decena de imponentes zopilotes anuncian con su danza serena el final de la
tarde. El alacrán desfila su ponzoña temeraria, desquita sus tenazas y se
avecina agresivo. Los relámpagos se esconden en la brumosa oscuridad del cielo,
se atreven a iluminar todo el desierto por un instante.
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