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Agua Lunada - 4



                                                              

                                Agua Lunada



Después de estar perdidos mi papá, su amigo y yo durante 40 minutos en este pueblo ignoto para nosotros, llegamos a este lugar escondido y hermoso. Proceden a armar las cañas y prepararlas para la pesca, yo camino por la orilla del agua y me aíslo para estar a solas con esta agua nueva, esta agua desconocida. Encuentro una roca apta para sentarme en ella y sumergir mis pies, los introduzco en el agua fresca y turbia, miro la magnitud de este cuerpo de agua y quedo mesmerizada por las sutiles ondas interminables y fugaces, sus claroscuros y el azul del cielo capturado en esta agua.


Siento las tenues olas acariciar mis tobillos mientras los patos graznan en las alturas, me colma la paz. Siento el lodo en mis pies, siento su textura, las partes que lo componen, cuando muevo los dedos se crean debajo del agua pequeñas nubes de tierra que se asientan lentamente sobre mis empeines y mis uñas. Mi padre y sus amigos atrapan varios peces con sus cañas, los miro de lejos, sonrío y admiro la belleza de este lugar. Se acerca mi padre para invitarme a que pesque algo, conversamos mientras compartimos un cigarro; me despido del agua moviendo los dedos con los ojos cerrados. Seco mis pies y los calzo, camino con mi padre hacia donde están sus amigos.


Me proporciona una caña, la preparo y lanzo el anzuelo con “cuchara” que se hunde en el agua turbia, recojo el hilo en seguida para que el anzuelo no toque el fondo y se atore ahí entre las rocas y las algas. Pasa el tiempo, aviento paciente el anzuelo una y otra vez, a veces se atora entre las rocas caprichosamente o se atora con las ramas y las algas, se atoró una vez con un costal vacío, lo saqué y resultó tener enganchado un famoso anzuelo con “cuchara”, qué irónico pescar un anzuelo. El sol camina un poco más y yo sigo lanzando la cucharita mortífera al agua, a lo lejos veo como los peces saltan cerca de la orilla, entonces me dirijo a ese lugar. Lanzo ese filoso artefacto al agua una vez más en este nuevo lugarcito, miro atenta el agua mientras recojo el hilo con este carrete tan antiguo, de repente siento como el hilo se jala abrupto y arrítmico, es vida, vida que había mordido el anzuelo ingenua, recojo el hilo para ver al ser enganchado, lo saco del agua y exclamo mi ventura, le miro rápido los ojos y las aletas, las escamas y los colores. Lo sumerjo en el agua aún enganchado pues no quiero sofocarle con aire, me acerco a los señores para retratarme con mi padre y el “llaverito” como le dicen ellos en broma, nos retratamos y procedo a desenganchar a este pequeño ser de la letal cuchara, lo desengancho cuidadosamente pero aún así lo lastimo con mis manos y con mis anzuelos. Logro desengancharlo y lo sostengo, frágil y resbaloso entre mis manos, lo sujeto con respeto y con cuidado, siento sus escamas a contrapelo, sumerjo mis manos y lo suelto, siento sus aletas vigorosas deslizase entre mis dedos, nada apurado hacia la turbia profundidad de esta agua tan magnífica. Festejamos y seguimos con la pesca, prendidos de nuestros propios anzuelos esperanzados de sacar más peces.





La tarde se esfuma lenta y en la lejanía del cerro se asoma imponente la luna anaranjada. Pasan los minutos y ella sube grande, llena y apacible, sube y se refleja en el agua su luminosa belleza, la miramos arrobados, la retratamos y la miramos un poco más. Mientras la luna sube, la noche arriba haciendo contrastar su rutilante hermosura, es preciosa su llenura y su color, su reflejo ondulante. La noche avanza y con ella la oscuridad, tomamos algunas fotos más, tomamos nuestras cosas y procedemos a caminar hacia el auto, el nuevo amigo de mi padre nos guía hacia la salida del pueblo. Miro el agua mientras nos alejamos, le doy las gracias a este lugar. Miro fijamente la luna, la busco entre los arboles y los postes, entre las paredes y los techos. No quiero irme, no quiero que esta paz acabe. No quiero despegarme del agua ni de las rocas y las plantas, ni de las aves y los peces que saltan discretos y crean ondas en el agua lunada. Miro el camino y busco a la luna que me arraiga a este lugar, miro las pocas luces y la oscuridad que cubre los cerros, los miro y cada vez hay más luces, un camino iluminado se desliza debajo de las llantas, puedo ver entre los cerros la neblina luminosa que emana la ciudad, estamos cerca, estamos cerca del rutinario hogar, cerca de la “realidad”, por llamarlo de alguna forma. Cada vez más cerca, bajamos entre las lomas y la neblina luminosa nos engulle, en un suspiro estamos afuera de mi casa despidiéndonos, y en un parpadeo ya está cada quien en su cama preparando la mente para el lunes.




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