“Por fin lo comprende mi corazón:
escucho un canto, contemplo una flor…”
escucho un canto, contemplo una flor…”
Correr
por los campos y las milpas con tus amigos, atrapar chapulines y renacuajos,
explorar en la cueva del chicle, visitar los pozos, aprender a nadar en la
caudalosa corriente del río, admirar la belleza de los pececitos de colores
nadando a tu lado, o jugar futbol y canicas hasta media noche en las calles sin
temor a nada. Hoy en día esas experiencias parecen sacadas de un cuento de aventuras,
como una infancia de ensueño, pero fue una realidad: fue la niñez de mi padre
en la capital queretana, la cual es imposible de ofrecer a los niños de hoy, en
nuestras aglomeradas ciudades, colmadas de banalidades.
Durante
el siglo XXI se ha presentado el mayor crecimiento urbano como nunca antes en la
historia de la humanidad, pues vivir en estos asentamientos le ha traído comodidad,
comercio, tecnología, servicios y alimentos a la mano, estatus, educación,
entretenimiento y cultura, bienes a los que fácilmente se acostumbra y difícilmente
se quiere alejar. Pero también le han traído efectos nocivos como: tráfico,
consumismo, falsedad, contaminación, espacios reducidos, deforestación, encarecimiento
y mala calidad de la vida. Ésta última la más terrible, llevar una vida de
opresión laboral, económica, social y psicológica que conduce a una de las
peores sensaciones humanas: no entender
la esencia de la vida o el porqué de la existencia. Por esa causa, desde
hace décadas, personas sabias y conscientes de esa realidad, han decidido escapar al campo, para vivir honesta e intensamente, siguiendo
el ejemplo y quizá sin saberlo del gran escritor norteamericano H.D. Thoureau,
en su maravilloso libro Walden, mi vida
en el bosque, donde escribe una
memorable y sabia sentencia: “Me fui al bosque porque quería vivir deliberadamente; enfrentar solo los hechos esenciales
de la vida y ver si podía aprender lo que ella tenía que enseñar. Quise vivir profundamente y desechar
todo aquello que no fuera vida... para no darme cuenta, en el momento de morir,
de que no había vivido. ”
Pero
Thoureau no fue el único escritor que se encontró a sí mismo en el campo,
también Beatriz Potter, la escritora e ilustradora inglesa creadora del conejo
Peter, vivió una experiencia similar desde su infancia; pues creció en una casa
de campo donde jugaba con sus hermanos y mascotas, lo cual le sirvió de
inspiración para las decenas de libros de su creación, y que además fue parte
fundamental de la construcción de su personalidad y amor hacia la vida, ya que además
de su labor artística, también se dedicó a comprar granjas vecinas a la suya
para convertirlas en reservas naturales.
Sin
embargo es bien conocido que nada en la vida es perfecto, no sería correcto
creer que la vida en el campo es una utopía, a manera de la lírica de Teócrito
y Virgilio. Pues como la ciudad, la vida pastoril también tiene sus
deficiencias, como así lo han descrito algunos autores españoles, quienes dejaron
la ciudad para conectar con la naturaleza. Ejemplo de esto es Marc Badal,
escritor de Vidas a la intemperie. Nostalgias y prejuicios sobre
el mundo campesino, quien dejó Barcelona
para vivir en un caserío de Navarra, experiencia que le mostró el lado
bueno y malo del campo: “aunque tú eres tu patrón y marcas tus horarios, la
única forma de vivir a un ritmo más tranquilo pasa por pertenecer a un grupo quince
personas que puedan repartirse los trabajos, pero no es posible cuando se trata
de proyectos individuales o familiares.” Lo cual indica que en el campo se
encuentra trabajo físico, aislamiento y poco entretenimiento visual tecnológico.
La
esencia de la vida para cada persona es diferente y por eso la puede encontrar
en múltiples espacios, incluso es incorrecto asegurar que alguien que vive,
piensa y disfruta del campo es mejor o vale más que alguien que disfruta de la
ciudad. Pero una realidad es que el individuo que aprende a producir sus
alimentos, a contemplar admirado los ciclos de la naturaleza o a relacionarse íntimamente con los animales y plantas;
será alguien sensible, responsable y capaz de apreciar el valor de todas las
formas de vida, en un peldaño superior a cualquier cosa material, superficial o
efímera de vida mundana de la ciudad. No es imposible, pero sí más arduo encontrar
el yo interno de una persona en la ciudad, un espacio con distracciones de
elevada frivolidad.
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